En casa de mi abuela los libros rodeaban a los humanos. Contra las paredes del gran salón comedor y de la habitación de la abuela se apoyaban bajos, pero largos muebles acristalados llenos de estanterías. Detrás de la fina capa de polvo que opacaba los cristales, se vislumbraban cientos de títulos.
Para alcanzarlos, los adultos se tenían que agachar, pero yo, con mis dos, tres o cuatro años, los tenía —literalmente— delante de mis narices. Olían a polvo y a moho: la casa sufría de humedades como su dueña de reumatismo. Las hileras de lomos, al principio, me atraían solamente por sus colores, pero con pocos años empecé a descifrar los títulos. Recuerdo una serie de diez volúmenes de los que cada uno llevaba una letra impresa en azul marino. Colocados en perfecto orden creaban una extraña y mágica palabra: G-A-L-S-W-O-R-T-H-Y. Tuvieron que pasar muchos años para que supiera darle sentido.
Las librerías provenían de finales de los años cuarenta, de cuando la segunda guerra mundial terminó y mis abuelos pudieron reconstruir y equipar la casa. Formaban parte de un juego de muebles robustos y elegantes, de madera de nogal abrillantada con cera. Unas cristaleras correderas protegían los libros del polvo, pero con los años dejaron de encajar bien, y los adultos me prohibían abrirlas para que el vidrio no se saliese y no me hiciera daño. Si algún ejemplar me producía curiosidad —como los álbumes de arte con sus ilustraciones— me lo sacaban ellos. Pero a mis diez años la abuela decidió que yo ya era lo bastante grande para poder servirme los libros personalmente, así que obtuve permiso de abrir las cristaleras. Costaba desplazarlas, las tenía que agarrar por las ranuras en los bordes que se clavaban en las yemas de los dedos, y tirar de todas mis fuerzas infantiles para que se movieran unos centímetros produciendo un desagradable chirrido. Dentro se encontraba el tesoro.
La atracción por los libros era en mi familia algo natural. Es más, era una especie de zona neutral donde se encontraban y se entendían todas las generaciones de esta familia por otra parte bastante discorde. La adicción a la lectura era —y es— una suerte de padecimiento congénito. Así que, en cuanto yo me ponía a hurgar —después de haber respondido afirmativamente al inevitable «¿te has lavado las manos?» —en la biblioteca de mi abuela, los adultos me dejaban hacer. Me sentaba en la alfombra en la habitación de la abuela delante de los estantes. Era una alfombra de color tierra, hecha de lana, y por eso insoportablemente áspera: cosa que no afectaba los zapatos de los adultos pero sí las rodillas infantiles. Pero prefería la biblioteca de la habitación de la del comedor precisamente por esta alfombra que me permitía al menos sentarme en el suelo, mientras las planchas desnudas y mal cepilladas del parqué del comedor me amenazaban con pincharme el trasero con astillas. Cuidadosamente sacaba los volúmenes, ojeaba, volvía a poner en su sitio, sacaba otros.
Mi parte preferida de la estantería contenía algunos libros aptos para el público joven – eran propiedad de mi madre y de sus hermanos cuando eran niños – pero sobre todo la poesía. Con los diez años yo no entendía aún mucho de aquello de géneros literarios, así que engullía alternativamente y con el mismo entusiasmo Los viajes de Gulliver de Swift y Una temporada en el infierno de Rimbaud. La colección de la poesía de la abuela, esos tomitos en pequeño formato con tapas blancas y amarillas y los títulos impresos en fina letra marrón, me acompañaron durante muchos años posteriores. Reconozco con cierta culpabilidad —aunque la abuela ya no está para oír mi confesión— que algunos se los robé, forzada a cometer este acto rebelde por la severa prohibición familiar de «sacar los libros de casa». Pero en mi infancia aún no los amaba tanto, y me dedicaba a leer sin entender apenas nada de los versos de esos libritos pequeños, finos, amenos para las manos infantiles.
La alfombra rasposa era demasiado incómoda para aguantar mucho tiempo en el suelo, así que después de escoger algo para leer, me trasladaba al sillón. El sillón se encontraba al lado de la ventana, apoyado contra la pared para estabilizarle porque le faltaba una pata. En algún momento alguien ha sustituido la pata faltante por una pila de libros (hoy me pregunto qué títulos eran los que merecieron la degradación al rol de un simple soporte). Los reposabrazos eran de madera clara y amarillenta, abrillantada por el uso, y la tela del tapizado tenía un delicado estampado rojizo y negro, a juego con las sillas del comedor. Me gustaba leer sentada con las piernas cruzadas, ganándome cada tanto unos no muy convencidos «pero ¡siéntate bien!» de la abuela. Y también me llegaba el golpeteo de sus zapatos de tacón que de vez en cuando se paraba cerca de mí por un instante.
Ahora me gusta imaginar su mirada enternecida que abarcaba mi pequeña silueta completamente absorta en la lectura. Después de este momento de silencio del que me percataba apenas, en el antepecho de la ventana aparecía un platito de fresas recién lavadas, relucientes, y yo sin quitar la vista del libro empezaba a llevármelas a la boca con una mano, con la otra pasando las páginas. Y los pasos de la abuela reanudaban su marcha por la casa, de vuelta hacia sus tareas cotidianas, mientras yo reemprendía mi viaje por las páginas, esa primera travesía de la que nunca iba a regresar.
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